Andrea Alvarez, la que cree en la palabra

Andrea Alvarez ingresó a la Policía de Chubut en 1991 cuando solo tenía 19 años. Hoy lleva 22 de servicio. Su tarea difiere notablemente de la de Paola Talma, ya que a ella le tocó ser –dentro de la fuerza- la que apuesta al diálogo, a la persuasión, antes de apelar al recurso extremo de la fuerza.
Andrea tuvo siempre como meta –tanto en su carrera policial como personal- alcanzar la serenidad de su abuelo Héctor Piñero, ex jefe de la Policía. Criada entre uniformes y escuchando de sobremesa anécdotas policiales, su destino estaba casi cantado. Sus primeras fotos en la profesión la muestran en el Archivo Policial de la Unidad Regional de Comodoro Rivadavia. Su madre es subcomisario retirada en el escalafón administrativo y tiene tíos que también formaron –y son- parte de la institución. “Somos una familia netamente policial”, admite.
Andrea es una de las que reniega de la diferencia que hay dentro de la fuerza entre las administrativas y las del escalafón Comando. En 1998, ella empezó a capacitarse para ser parte de la Policía Comunitaria. Esperaba tener la posibilidad de poner a prueba lo que siempre había pregonado su abuelo, por quien más eligió ser policía.
“Todos coincidían en que mi abuelo era una persona muy serena. Podía tener enfrente al delincuente más peligroso, pero él con el trato, la amabilidad y el diálogo lo encerraba en el calabozo”, cuenta. “Le hablaba tanto que el hombre entraba solo al calabozo”, acota riendo.
“Yo creo primero en la palabra, en el diálogo”, afirma. Está convencida de que solo conversando con el otro es posible el entendimiento. Claro que para ello hay que escucharlo, poder razonar como él. En síntesis: tener empatía. Y ella parece contar con ese don.
Para Andrea, “la base fundamental de esta sociedad es la familia; hay que focalizar en ella, sea cual sea el núcleo familiar. La conformación no importa, sino que hay que reconocerlos”.
Y vuelve a su abuelo, a quien le tocó padecer una tragedia cuando una camioneta arrasó con una estafeta postal, matando a su hija. “El era una persona tan querida, correcta y tan serena, que el que atropelló a mi tía se entregó solo porque sabía que era la hija de Don Piñero y merecía mucho respeto”.
En julio de 2001, en la comisaría de Diadema un grupo de retirados le rindió homenaje a su abuelo Héctor Joaquín Piñero con una plaqueta. Fue a pedido de la comunidad del barrio. Andrea lo menciona porque es su norte. “Yo ingresé a la Policía por vocación”, insiste.
Tiene claro su objetivo cuando se levanta cada mañana: acortar la brecha entre la sociedad y la Policía. “Somos parte de esta sociedad”, remarca mientras ansía no sentirse diferente cuando va a buscar a sus hijos a la escuela, tal como se lo hacen notar en ocasiones sus compañeritos.
“Si el policía comunitario trabaja en la prevención, la represión no va a hacer falta”, afirma quien comenzó a trabajar en los comedores del barrio 30 de Octubre hace 15 años y que dice que desde un principio se ganó la confianza de muchas familias necesitadas. “Hoy veo a esos chicos ya grandes, tienen hijos y no se olvidan de mi nombre. Para ellos soy Andrea”, cuenta con orgullo.
La reconforta saber que el policía puede ser muy importante en la vida de quienes a veces solo pretenden un minuto de atención en medio de tanta violencia y necesidades. Habla de un trabajo en red, de formar un equipo entre las instituciones, de golpear la puerta de cada vecino y sumarlo a la propuesta de darle otra oportunidad a la paz. Pero, claro, hacen falta recursos humanos y materiales.
Su trabajo es silencioso, no ocupa los títulos principales de las noticias diarias y hasta sus propios compañeros afirman que en la Comunitaria “se la pasan tomando mate”. Si supieran que lo suyo es la tolerancia en un mini universo en el cual la violencia afecta directa o indirectamente a todos los que allí viven. “Los escuchamos y hacemos de nexo entre las instituciones que necesitan” cuenta.
En su cotidianeidad, Andrea debe relacionarse con padres, maestros, alumnos, directivos y vecinos. Cada actor tiene su demanda. “Son cuestiones importantes, que en las comisarías no tienen tiempo para atender”, agrega.
La mujer tiene cuatro hijos, todos estudian. Ellos saben de su sacrificio. Dice que cuando eran chicos los veía de a ratos porque para mantenerlos debía hacer adicionales de seguridad. Y agradece haber tenido a sus padres cerca. Hoy alienta el proyecto de una guardería para mujeres policías solteras, que no tienen donde dejar a sus hijos en horas de servicio.
Sabe que el reconocimiento ganado por las mujeres en la Policía ha costado e invoca el trabajo de la desaparecida “Brigada Femenina de Asuntos Juveniles”, en donde trabajó su tía Alicia Piñero, a fines de los 70. “Con botas largas y polleras, caminaban el Pietrobelli”, dice.
Cree en la profesionalización y en la capacitación continua y ello se trasluce cuando analiza la realidad socio-económica. No obstante, es de las que creen que “podemos capacitarnos en la universidad, pero hay que ‘empaparnos’ con la gente”.
A Andrea hay dos hitos que la marcaron en su profesión. La muerte de su amigo Octavio Antilef, policía asesinado el 21 de enero de 2007 en Río Senguer, y el hallazgo del cuerpo sin vida de otro uniformado, Néstor Manquepan, el 8 de agosto de 2010 en el barrio 9 de Julio. Esa mañana recorría la jurisdicción de la Seccional Segunda cuando encontró al joven asesinado. “Al ver a Manquepan muerto con el uniforme se me pasaron todos mis familiares por la cabeza. Uno lo que menos se puede imaginar es encontrar un par tuyo en esa situación, pero es la cruda realidad. Uno no se da cuenta y lo vivimos naturalmente. Te pones el uniforme todas las mañanas, salís temprano a la calle y no te imaginas lo que te puede pasar. Tenemos que darnos cuenta de que corremos muchos riesgos”, analiza quien aún le quedan ocho años para retirarse y que hoy enseña a las ingresantes cómo desenvolverse dentro de la Policía Comunitaria.
“Esta profesión tiene muchas desazones y muchas cosas ricas. Se trata de satisfacciones propias y no necesito que en un acto un jefe me diga ‘tome, acá tiene una medalla’. Mis satisfacciones son del trabajo del día a día; ver a un niño que sonríe porque un policía le dio un beso. Y que me digan ‘allá va la flaca, o la gorda’, o simplemente Andrea”, concluye.

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