El Mundial, por el que los futboleros y no tanto esperamos desde hace cuatro años, ya empezó y está claro que este no será uno más porque, al menos en lo previo, se lo vive, tanto en Brasil como en Argentina y nos imaginamos que en el resto de los ojos del mundo, como algo más especial que de costumbre.
Esta competencia en Brasil puede ser, ojalá así sea, como el Mundial de las oportunidades, tanto en el plano deportivo donde Argentina tiene -una vez más y siempre a priori- una posibilidad cierta o potencialidad para salir campeón, como en lo político y en lo institucional.
La FIFA, que se maneja a su antojo y priorizando, desde hace mucho o desde siempre, lo económico sobre lo deportivo, eligió Brasil como nueva sede del Mundial y parecía en principio que, a diferencia de lo ocurrido en Sudáfrica en el 2010, en este caso la competencia deportiva iba a ser una fiesta porque estamos hablando de las tierras del pentacampeón y donde el fútbol se vive con orgullo y pasión casi inigualable. El pronóstico inicial rápidamente se desdibujó y el primero en entenderlo fue el pueblo brasileño, que desde que fue nombrado como anfitrión y hasta el presente está en las calles protestando y repudiando el campeonato.
Un importante porcentaje de brasileños lo tiene realmente claro y no entiende ni acepta cómo su país puede “invertir”, el término correcto sería gastar, 11.300 millones de dólares para organizar la competencia en un país en el que, si bien desde Lula a esa parte avanzó en reducir la enorme desigualdad social que existía, todavía tiene pobreza, marginalidad y otras necesidades. Y esto lo dicen los que más copas del mundo ganaron y quienes hicieron del fútbol una marca registrada. Hay que reconocerlo, aunque “futboleramente” nos duela.
Dilma Rousseff, que asumió el poder en 2011 en segunda vuelta con el 56% de los votos, y con la intención y certeza de suceder y continuar lo hecho por Lula, hoy sabe que, curiosamente, este Mundial la está complicando en sus posibilidades de ser reelecta en octubre en las elecciones a las que marchaba sin inconveniente alguno hasta que el Mundial se le cruzó, y en la que hoy es favorita pero con el 34%, un porcentaje que seguramente se evaporará si, por esas cosas del fútbol que ¿pueden escapársele a la FIFA?, la selección de Neymar y compañía no gana el Mundial.
El deporte y sobre todo el fútbol siempre se metió en la política y en el manejo del poder. Sabemos los argentinos, por experiencia propia, que la pelota siempre se utilizó para tapar, esconder o subliminar cosas. Esto, aclaro, no va en desmedro de la competencia y sobre todo de lo bello que es este deporte, donde “cada uno juega como vive y como es” y donde algunos todavía “preferimos jugar en equipos con amigos y no con los teóricos mejores”.
Este manejo del fútbol lo tenemos fresco nosotros, al menos los que superamos la barrera de los 40 con el Mundial 78, el juvenil del 79 y podemos seguir con la lista, pero nunca un pueblo, y encima tan futbolero, se manifestó contra esta “fiesta deportiva sin igual”. En el 78, la protesta en Argentina era imposible e impensada porque lo que gobernaba era el terror más amplio y siniestro que se haya conocido, por lo tanto la gente solo ganó las calles para festejar un título que pese a las circunstancias no se discute (al menos del todo), y los únicos gestos dignos que se recuerdan son los de Jorge Carrascosa renunciando a integrar el equipo, los de los hinchas gritando por Argentina pero no por los dictadores, la resistencia inteligente (en lo que se podía) de algunos trabajadores de la cultura, los grandes gestos de Holanda y otras selecciones, y muy poco más.
En Brasil, hoy la cosa es diferente: se trata de un gobierno democrático que está siendo utilizado, por la pasión que siente por el fútbol, por el organismo más poderoso del mundo, porque la FIFA tiene más poder fuera de control y sentido que las Naciones Unidas, que también hace tiempo o desde siempre, solo defiende los intereses de los poderosos.
Este poder omnipotente e impune fue reconocido por su propio titular, Joseph Blatter, quien claramente dijo “en la FIFA somos como las Naciones Unidas, pero con más poder. Tenemos 208 miembros contra 192 ó 193. Y cuando tomamos una decisión, se implementa directamente”, dijo sin delicadeza alguna como hablan los que no son hipócritas, pero no por carácter, sino por falta de necesidad.
La FIFA nació, dicen, del sueño de unos voluntarios, que solo pretendían defender y extender el deporte del fútbol a todo el mundo. Hoy ese sueño se transformó en la representación más cruel del poder y de la imposición. En Sudáfrica, país todavía con más necesidades que en Brasil, hizo construir estadios, rutas, complejos y otros emprendimientos faraónicos que luego quedaron absolutamente abandonados. En Brasil pasará lo mismo, porque muchos estadios se construyeron en lugares donde, curiosamente, el fútbol no es prioritario.
A la FIFA no le importan las leyes nacionales y tiene hasta poder de policía y comercio en el lugar donde elige que se haga el Mundial, países que exprime, porque no solo invierten millones para dejar todo en condiciones para que la competencia se realice sino que también tienen que pagar derechos y son responsables de los egresos pero nunca socios de los ingresos, que van derechito hacia las cuentas cada vez más millonarias y vergonzosas de la organización.
La FIFA ya eligió a Rusia como futura sede para el 2018, en este caso seguramente Putín le podrá sacar más jugo político que Dilma a la competencia, y luego Qatar para el 2022. Como sucedió en nuestro siempre recordado México 86, a la organización nunca le interesan las condiciones climáticas en las que los jugadores deben correr, gambetear, defender y atajar. Lo único que le importa es la pelota del negocio, y por eso al que se oponga y ponga un grito en el cielo, le pasará lo que le sucedió a Maradona, que primero se lo usó y luego se lo escarnió.
En definitiva, es el Mundial de las oportunidades, con Messi a la cabeza, para producir un nuevo “maracanazo” pero esta vez con colores (y celestes y blancos), para que los políticos realmente populares, como Dilma, piensen si es “negocio” meterse en este “juego” y para que se produzca un cambio por el cual la FIFA deje de mandar e imponer y vuelva a trabajar para el fútbol, para que alguna vez deje de ser el opio y vuelva a ser la alegría de los pueblos.
Este Mundial, que parece ser una pesadilla para algunos, puede ser el sueño y la oportunidad para los que, ingenuamente y siendo amantes del fútbol hasta el tuétano, seguimos esperando y deseando que, alguna vez, la pelota entre y sea gol para el lado de los justos.