Hace 26 años que trabaja en el lobby del Comodoro Hotel, donde desde los últimos diez es encargado de confitería y eventos. Allí el desayuno americano de los huéspedes debe estar servido sin excusas ni demoras cada mañana entre las 6:30 y las 10, o hasta las 11 los domingos y feriados. Entre setiembre y marzo, con la temporada turística también recibe contingentes de viajeros, que cenan y desayunan en los altos del hotel, por lo que a las 21 y a las 6 debe estar dispuesto el servicio completo para 100 comensales.
Amante confeso del oficio que buscó desde que pudo optar, Palleres es de esos hombres que ven el medio vaso lleno de la vida: nacido en San Rafael, Mendoza, trabaja desde los 8 años. Es que la pintoresca vida en las fincas según la mirada turística no lo es tanto para una familia nativa y numerosa como la de él.
Eran doce hermanos y Walter recuerda que su madre les servía el desayuno a todos a las cinco de la mañana para partir hacia las vides, a cosechar o podar según la época del año, y a recoger los granos que caían de la cosecha también, ya que ese era el trabajo de los más pequeños. Solo pudo completar hasta segundo grado.
“En la finca es así, te decían ´este no va a aprender nada´; entonces te mandaban muy poco a la escuela” cuenta al recordar que muchos de sus hermanos solo saben firmar.
CAMINO AL ANDAR
A los 14 dejó su casa. Las ganas de superarse y el hecho de que el jefe de hogar fuera un padrastro y no papá se conjugaron y se fue a vivir con un matrimonio amigo de la madre. La necesidad de aprender lo impulsó para terminar el colegio en la nocturna, hasta que llegaron los 18 y el número bajo de la “colimba” fue el empujoncito que necesitaba para llegar a Buenos Aires. Era 1979 y llegó buscando trabajo en el rubro gastronómico, que era a lo que quería dedicarse, aunque debió subsistir algún tiempo haciendo trabajos de metalúrgica y construcción.
El nunca dejar de buscar lo llevó a conseguir su primer trabajo en el rubro, en la pizzería La Continental, a la vuelta del Congreso. Ingresó como lavacopas, fue ayudante pizzero, mozo de mostrador y cafetero hasta que cuatro meses más tarde se le dio la oportunidad de tener el contacto directo con el cliente, su parte preferida del oficio.
Permaneció varios años en Buenos Aires. Llevaba allá los mismos que su hermana -casada con un petrolero de Marlargüe- había vivido en Comodoro, “un lugar que nadie sabía bien qué era ni dónde estaba”, y decidió venir también a buscar trabajo en el rubro.
Era octubre de 1984 y su primer trabajo en el rubro aquí fue en el recordado restaurante Los Troncos de Rada Tilly, donde se desempeñó siete meses para trasladarse al Hotel Su Estrella que acababa de inaugurar. Claro que Walter no solo cumplía horarios en su trabajo, también hacía extras para los eventos que la familia Roqueta organizaba en distintos salones de sus hoteles y de la ciudad, por lo que en medio de reformas en su lugar de trabajo el gerente lo recomendó en el Hotel Comodoro que necesitaba un mozo.
El lobby del hotel Comodoro bullía aún en ese 1986, cuando era uno de los lugares de “onda” para ir a tomar algo a la noche. La misma barra donde se acoda él para contar su historia tenía cajero y barman y se pasaba música entre un ambiente selecto al que no se dejaba ingresar en zapatillas o con vestimenta demasiado informal.
Modas temporarias, economías inestables y gustos caprichosos, Walter permanece en ese mismo mostrador, testigo de discusiones, declaraciones de amor, peleas y reconciliaciones; y a pesar de que cuando se le pide una anécdota dice que “lo que pasa en el lobby se queda en el lobby”, aunque recuerda enseguida a Marcelo y la novia adolescente con la que se comprometió en el lugar, al que años más tarde fue con sus hijos.
SECRETOS EN BANDEJA
Según dice, el oficio perdió un poco al dejar de cumplirse la cadena que él mismo debió aprender en Buenos Aires cuando hizo sus primeros pasos. De allí que pasen muchos jóvenes por el rol y les toque atender a la gente sin tener experiencia. También afirma que en el oficio es mejor ser mujer, sobre todo en el turno mañana cuando “la gente tiene otro carácter. Bajan a desayunar, me acerco yo y pensarán ‘otra vez el negro este’. Pero si viene una mujer agradable la cosa ya es distinta. En el caso de los hombres, salvo que seas muy profesional, da igual”.
Asegura que muchas veces es casi un psicólogo: “los primeros días en el hotel la gente se sienta en las mesas más alejadas. Después de dos o tres días ya vienen directamente a la barra y ahí sabés que tienen ganas de charlar, o necesitan averiguar algo” explica quien lleva a la perfección el mapa de la ciudad y sabe dónde se ubica lo que sea, e incluso dónde se puede aprender a bailar bachata en los casos de estadías más prolongadas.
Para él, por regla, la diferencia de un mozo es la atención dedicada, el detalle extra, el respeto y el disfrutar de lo que se hace. La mejor recompensa es el reconocimiento, que elijan tu mesa o que entre un hombre al lobby y diga “Walter, ¿todavía estas acá?, yo era ese nene que te desordenaba todos los floreritos”.
En el lobby Walter también conoció a Cristina. Era cajera y él mismo le enseñó los secretos de su oficio. “Y le debo haber enseñado bien porque se quedó conmigo” se ríe. Compartieron el lugar de trabajo la mayoría de los 23 años que llevan juntos, aunque ella ahora es recepcionista, e indagando sobre cómo era trabajar juntos asegura que nunca hubo inconvenientes: “yo mandaba acá y ella en casa”.
Así transcurrieron los últimos 26 años para Walter, el tercer trabajo en gastronomía que consiguió en la ciudad lo acompañó mientras hizo su casa, conoció a su esposa y tuvo cinco hijos y los dos nietos por los que pierde la cabeza. “Lo más importante es la salud, y mis nietos que son lo mejor que tengo. Disfruto todo eso y no puedo pedir más. Tengo 52 años y la vida me sonríe”.
- 25 junio 2014