La tensión social llegó a tal punto este año en Estados Unidos que el propio presidente, Barack Obama, tras cuestionar los sucesos, debió hacer un llamado a la calma y a reflexionar sobre la desconfianza de las minorías en las autoridades que deben protegerlas.
“En demasiados lugares de este país existe una profunda desconfianza entre las fuerzas de seguridad y las comunidades de color, parte de esto es el resultado de una historia de discriminación racial y es trágico, porque nadie necesita más la protección policial que las comunidades pobres con altos índices de criminalidad”, dijo Obama.
El 9 de agosto pasado, el agente Darren Wilson, recibió la denuncia de un asalto a un supermercado en Ferguson, estado de Missouri, y cuando en las inmediaciones del lugar vio pasar al joven negro Michael Brown, no dudó de su culpabilidad.
Gatilló doce veces su arma reglamentaria. El último disparo, que le perforó la cabeza, le confirmó la muerte y recién cuando se acerco y volteó el cuerpo confirmó que lo que llevaba en sus manos no era un arma sino un paquete de cigarrillos.
En Ferguson, el racismo institucionalizado es fácilmente identificable en los números: si bien el 67% de los habitantes son negros, apenas tres de los 56 policías lo son, el alcalde es blanco, al igual que seis de los siete concejales y seis de los siete miembros del Consejo Escolar de la ciudad.
El jurado que sobreseyó a Wilson, un oficial blanco de 28 años, estaba formado por nueve blancos y tres negros mientras que el fiscal del caso, Bob McCulloch, es cuestionado en su objetividad por ser blanco e hijo de un policía asesinado por un negro.
PROTESTAS
La decisión de liberar de culpa y cargo a Wilson desató una ola de protestas en el condado de St. Louis que terminaron con disturbios, incendios y saqueos y se extendieron a varias ciudades del país, aunque de manera pacífica.
Las manifestaciones dieron lugar a un inesperado despliegue policial y militar que reveló cómo el Pentágono repartió todo el excedente de su arsenal de guerra de Irak y Afganistán en las distintas ciudades estadounidenses. Desde entonces, la Policía enfrenta el delito en las calles con las mismas armas que el Ejército al denominado “terrorismo”.
Tras los disturbios en las protestas, la familia de Brown llamó a los ciudadanos a rechazar la violencia y emplear la frustración para “contribuir a un cambio positivo”.
“Responder a la violencia con más violencia no es lo apropiado, no hagamos ruido, marquemos la diferencia”, sostuvo su padre, quien sin embargo está siendo investigado presuntamente por haber incitado a la violencia.
Dos semanas después de los disturbios en Ferguson, un nuevo caso de violencia policial contra un negro desató otra ola de protestas, esta vez en Nueva York.
El 17 de julio, el agente Daniel Pantaleo derribó a Eric Garner, de 43 años, le aplastó la cabeza contra la vereda y luego le realizó una toma de estrangulamiento con el brazo, según se pudo ver en un video grabado por un transeúnte.
El informe final del forense determinó que la causa de la muerte fue la “compresión en el cuello, la compresión sobre el pecho y el estar obligado a yacer boca abajo por la policía”. La conclusión final fue que la muerte fue un “homicidio”.
Sin embargo, el gran jurado de Nueva York consideró que “no había razones para votar un procesamiento” y una vez más un policía blanco esquivó la condena judicial.
Pantaleo dijo a través de un comunicado que nunca tuvo la intención de lastimar a Garner y pidió a la familia de la víctima aceptar sus “condolencias personales por su pérdida”.
En menos de dos semanas hubo protestas contra la violencia policial en todo Estados Unidos, principalmente en Manhattan, donde los manifestantes marcharon al grito de “no puedo respirar”, las últimas palabras que pronunció Garner, mientras olía el asfalto, antes de morir.
Pese al fallo del jurado, el fiscal de Estados Unidos, Eric Holder, quien ya ordenó una revisión del caso de Ferguson, se comprometió asimismo a llevar a cabo una investigación sobre la muerte de Garner.
Otro caso se suma a la lista en Cleveland, Ohio, donde el rostro de la injusticia es el de Tamir Rice, un niño negro de 12 años que estaba jugando con un arma de juguete y alguien lo denunció a la policía porque “asustaba” a la gente.
Dos oficiales se acercaron al lugar y cuando el niño comenzó a caminar hacia el patrullero con su arma de juguete, uno de los oficiales, Tim Loehmann, de 26 años, le disparó en el pecho. El chico murió al día siguiente.
“Dejen de matar a la juventud negra”, pedían los carteles en Cleveland, único foco de las protestas debido a que la causa está aún en manos de un jurado de instrucción que debe decidir si procesa a Loehmann.
La rama local de la poderosa asociación de defensa de la población afroamericana NAACP, consideró que la muerte del niño “cuestiona la selección, el entrenamiento y la preparación de los oficiales de policía”.
“Los oficiales de policía deberían estar preparados para hacer frente a gente de todos los orígenes étnicos, de todas las culturas, y de recurrir a la fuerza letal sólo como último recurso”, sentenció la NAACP.
Una preocupación inesperada para Obama, que recordará seguramente 2014 no sólo como el año en que fue derrotado ampliamente en las legislativas, sino también por estos conflictos racistas que le estallaron en la cara en su doble condición de presidente y descendiente afroamericano.