Era lo más natural. Motivar a los miliquitos, durante la instrucción militar, mediante consignas que exaltaran cierta bravura, que sacaran desde sus entrañas un impostado coraje mediante gritos estentóreos, grupales, que agregaran al espíritu un atisbo de valentía y arrojo.
Aún aquellos que estuvimos bajo bandera, que reconocemos en “la colimba” un compendio de raras virtudes de dudosa catadura para terminar con la ahora interminable edad del pavo de los adolescentes, sabíamos -y sabemos- que esos coros improvisados eran casi una chanza, un acicate imaginario para despertar la necesaria temeridad que se espera de un soldado.
Como telón de fondo, las recurrentes dictaduras en Latinoamérica; que transformaban esa xenofobia múltiple entre los países limítrofes vecinos, sustentadas en hipótesis de conflictos bélicos en ciernes como necesidad de justificación y supervivencia de gobiernos militares. Títeres del norte que domina, y que siempre tuvo tiempo de alimentar divisiones y discordias para evitar una América Latina unida.
Nada justifica actualmente sentimientos similares. O sí: la profunda huella que aquellos períodos nefastos dejaron impregnada en el alma de quienes los atravesamos.
EDUCACION
Si hasta fuimos educados para la xenofobia. “Haga patria, mate un chileno”, se deslizaba como chanza infantil hasta por los pasillos en recreos escolares. Si hasta nuestros docentes poco y nada se esforzaban por evitar los distingos entre quienes exhibían un apellido con marca europea en el orillo, y los cacofónicos y extraños que evidenciaban orígenes indios. Al punto de durante muchos años identificar a los descendientes de pueblos ancestrales como los “sin origen” (aborígenes).
De todo eso también estamos hechos. Todos. ¿O acaso nuestras tías gallegas en nuestra visita infantil anual a la urbe no nos decían a modo de chanza “cabecitas negras”? Tan profundamente nos calaba y nos cala, acá por el fin del mundo, la cuestión de la identidad. Si hasta entre hermanos argentinos hemos concebido vocablos breves y despectivos para designar a nuestros compatriotas norteños, traídos a raudales por aquella YPF hace un siglo, para que la Patagonia dejara de ser terreno fértil para los abuelos anarquistas europeos.
IMPRONTA
Desde el fondo de la prehistoria la impronta del ser humano es la discriminación. Y no ha sido precisamente Adolf Hitler ni el primero ni el más atroz de sus exponentes. El compromiso de la evolución de la humanidad es, sin duda, poder sacudirnos ese resabio de instinto animal. Con perdón con los animales, pues se supone que no piensan.
Pese a lo anecdótico del contrapunto que ha tomado estado público en los últimos días entre efectivos castrenses chilenos y mendocinos, semejante pavada no merece pasar desapercibida. Pero no ya en la denostación fácil hacia unos o hacia otros; sino mirándonos todos y cada uno para dentro, para desentrañar desde el fondo del alma esa oscura zona ancestral que nos acerca al primitivismo lógico de aquella Eva negra de la que rubios o morenos, todos descendemos.
Al entendimiento cabal que todos somos -desde el fondo de nuestros genes- auténticos aborígenes. Y que lo que corresponde -para que no existan anécdotas tan tristes y retrógradas- es que constituyamos grupos sociales que no generen soldaditos que necesiten envalentonarse buscando enemigos, con estentóreas promesas de volcar sobre ellos lo más abyecto de nuestro instinto animal.
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Por Daniel Alonso
- 10 febrero 2013