“No hay pensamiento sin sangre”

El tema del dolor extremo, el vacío, la situación límite, la tierra yerma o el pie rozando el despeñadero de la vida son algunos de los territorios que el poeta Cristian Aliaga recorre con sutileza en su libro “La caída hacia arriba” y expuso en esta entrevista con Jorge Boccanera para la agencia de noticias Télam.

El libro del poeta Cristian Aliaga, “La caída hacia arriba” evidencia que la poesía puede dar un resultado de gran factura y originalidad incluso allí donde justamente parecerían sobrar las palabras: el tema del dolor extremo, el vacío, la situación límite, la tierra yerma o el pie rozando el despeñadero de la vida, son algunos de esos territorios que recorre con sutileza.

La obra, publicada por “Hilos Editora”, se integra a la profusa obra de Aliaga (1962), poeta y periodista bonaerense afincado hace tres décadas en la provincia de Chubut, que comprende entre otros títulos como “Estrellas en el vidrio”, “Lejía”, “Música desconocida para viajes” y “La sombra de todo”.

“La enfermedad dispara procesos complejos y modificaciones en la percepción, el modo de ver la realidad. Si sobrevivimos no volvemos a ser como antes. En ese límite del dolor, cuando se diluyen las configuraciones sociales, surge otra forma de escribir sobre el cuerpo mismo”, asegura Aliaga en diálogo con la agencia Télam.

En el prólogo, el poeta uruguayo Eduardo Milán dice que tu libro es “sobre el dolor que viene del cuerpo”, ¿suscribís eso?

La clave siempre está en el cuerpo, que muchas veces está obturado por nuestra racionalización, la manera absurda en que reducimos nuestra percepción. Nuestra mente sufre más que el cuerpo, podríamos decir; aunque los límites son imprecisos, ambiguos, insondables. El dolor está en el cuerpo, pero fragmenta nuestro cerebro. Uno se vuelve un animal reducido a escarcha frente a la mirada piadosa de los otros.

¿Por qué rematás el libro con que “el dolor es un dios equivocado”?

Porque dios -aún con minúsculas- no sabe bailar. Porque se piensa que la muerte redime en lugar de percibir que numerosas víctimas necesitan otro tipo de alimento para transitar por el dolor. En mi paso por hospitales he visto a la muerte trabajar, como las enfermeras locas de Gelman, y también la eternidad y la gracia en los ojos de los moribundos. Nadie sabe cuánto es doler, ni cuánto puede soportar el cuerpo de uno.

Aludís a una zona que es a un tiempo vastedad y cuarto de hospital; a un “perro sarnoso que se ovilla en el centro de la cama”.

El libro se convirtió en una exploración de mis propios límites, al sentir una exacerbación de la vulnerabilidad que surge al distanciarnos de las rutinas de lo social. Ya somos vulnerables antes de entrar al hospital, pero cuando nos colocan una bata y una pulsera en la muñeca con nuestro grupo sanguíneo como identificación, perdemos referencia, sentimos el peso del abandono de la identidad, como un preso ilegal o un confinado.

Escribí la mayoría de los textos en un ala para visitas del hospital de Madrid donde estuve internado, desierta luego del atardecer. Siempre tuve la necesidad de recorrer grandes distancias; pero allí mi viaje consistía en huir de la habitación luego del último control nocturno para trasladarme con suero y libretas a un territorio casi neutral frente a altos ventanales helados. En ese recorrido de 20 metros tenía la sensación de que podía, con ese primer paso, comenzar el viaje más largo del mundo.

Aunque la instancia límite del dolor hace que sobren las palabras, vos lográs transmitirlo con imágenes contundentes, muy intensas.

Siento que surge algo poderoso cuando los humanos recurren a la última expresión en medio del caos. En medio del dolor me sentía más inspirado por los sonidos que por las palabras. Toda frase, me sonaba antigua, inadecuada, pero los sonidos me conectaban con algo que valía la pena, más cuando estás inmóvil y duele cada movimiento. Y los sonidos “de la vida”, la radio, la música que se cuela de la ciudad, son bálsamos.

Vos decís: “El silencio de muerte es peor que perder la razón” y que “El dolor es mudo aunque grite”. ¿El dolor da noticias del vacío?

“Noticias del vacío” podría ser buen título para un diario del dolor, de la tortura. En un punto de esas experiencias se produce una suspensión del juicio, un distanciamiento cercano al vacío. El cuerpo deja de ser un lugar confortable, se vuelve magro, da señales propias que se convierten en una suerte de “pensamiento” autónomo. Como si se tratara de encontrar algo, pero que no habíamos buscado.

De ese modo funciona como analogía del sentido de la poesía. El concepto de vacío tiene muchas connotaciones; en este caso se produce un desapego progresivo, una distancia que nos aleja del yo, una suerte de “zen clínico” y desasosiego. Anoté que “el cerebro se acomoda al dolor, no lo combate”. Es un modo casi voluntario de ingresar en el vacío.

En uno de tus poemas nombrás al poeta Viel Témperley, el autor de “Hospital Británico”, ¿encontrás contigüidad entre ambos libros?

Ojalá existiera contigüidad. La cita es un homenaje. Soy un lector admirado de su obra por la desarticulación eléctrica del lenguaje que provoca. Desde ese lugar, me he sentido cerca también de la escritura de John Donne y de Antonin Artaud. Ambos tuvieron en el dolor un foco creativo: desgarrador en Artaud, y metafísico en el poeta inglés.

En una línea decís que “el dolor no se puede matar”, ¿este verso remite a un padecer, un sufrimiento que va más allá de lo corporal?

El dolor no se puede matar, queda como una segunda memoria que a veces se vuelve la única. En un punto no hay pensamiento sin sangre; uno cierra los ojos o lee los clásicos, y sale sangre. Es al mismo tiempo experiencia personal y memoria colectiva, ya que compartimos el dolor con los que no saben defenderse del crimen, las víctimas futuras, los inocentes que serán alcanzados. Sabemos que la causa ajena del compañero de celda o de hospital se convierte en la nuestra. Ahí empieza el verdadero “nosotros”.

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