Tokio, sin miedos

Y un día decidí perderle el miedo a Tokio. El miedo a la inmensidad, a la distancia cultural, a los precios exorbitantes... y es así como me instalé por dos semanas en la ciudad más grande del mundo.
Alberto MartInez, abogado tucumano y comodorense por adopción

Con Tokio no existe, apresurémonos a decirlo, amor a primera vista. Carece del impacto visual de Río de Janeiro, o del hechizo inmediato de París. La capital de Japón es más discreta, y sólo a quienes le dedican tiempo les revelará sus escondidos encantos.
Un buen comienzo fue tomar la línea circular de metro (Yamanote line) que, sobreelevada, atraviesa todos los barrios céntricos y anticipa la dimensión de la urbe que nos espera. Este paseo sería, en una relación de amor, el sonado "nos estamos conociendo".
Y luego, calladamente, me irían seduciendo el céntrico y elegante distrito de Ginza, el frenético ritmo de Shibuya –con el célebre cruce peatonal en diagonal-, la afrancesada avenida OmoteSando –versión oriental de los Campos Elíseos-, las transgresoras Shinjukuy Kabuki-cho –con sus casas de juego, sus luces de neón y sus minifaldas-, la futurista isla artificial de Odaiba, y el magnetismo juvenil del barrio de la electrónica, Akihabara.
Amalgamando esos conocidos nombres suspiran tranquilos barrios de casas bajas y de gente calma, con pequeños núcleos comerciales poblados de negocios de diseño y de cafés, que invitan a sentarse a ver la vida pasar.
Con el frenesí de la ciudad conviven la paz de los incontables templos y santuarios sintoístas, el arte y la cultura del Museo Histórico Nacional, y el vértigo de la famosa Torre de Tokio, o de la más moderna "SkyTree", una de las torres más altas del mundo, con su mirador a 450 metros.
Se puede huir del cemento haciendo paseos de un día al conocido Monte Fuji, máxima altura de Japón y acaso uno de los volcanes más perfectos del planeta, o a la cercana y afable ciudad de Kamakura, dueña de un ambiente relajado, de templos centenarios y del imponente y añejo (Siglo XIII) gran Buda sentado.
Es interesante, pero no fácil, la visita a un gimnasio de práctica de ese curioso sincretismo de deporte, tradición y religión que es el sumo. Para lograrla será menester contactarse con alguna asociación vecinal que concierte un permiso previo. Los voluminosos luchadores serán muy amables, siempre que uno se abstenga de pisar la arena: lo sagrado es lo sagrado.
Con el correr de aquellos días de verano empecé a sentir familiares a ciertos lugares, a llamar a algunas calles por sus nombres... incluso la mesera del bar de mi esquina ya me servía mi bebida habitual sin necesidad de que se la pidiera. Y así, imperceptiblemente, Tokio no sería más para mí esa ciudad esquiva y distante, me adoptaría como uno de los treinta y seis millones de seres que caminan confiadamente por sus calles, y en el día de la despedida, me dejaría, como todo amor, algo de sí en mi corazón.

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