Fueron cuarenta y cinco puñaladas para ese "hombre caballo", o al menos lo que J.C. vio aquella noche representado en su padre. A ese centauro salido de su atormentada cabeza, le dio estocadas en el pericardio, la aorta, en un pulmón, en el hígado y en los intestinos, pensando que nunca más lo volvería a molestar. Para ello utilizó un cuchillo de una hoja de 23 centímetros con la que le provocó cortes, a veces superficiales, otros más profundos.
Fue hasta que aquella madrugada de mayo la "luz se encendió con el sol". El monitor rayado de una computadora, el ambiente impregnado de un fuerte olor a gas de una hornalla abierta y el sonido del agua corriendo en el grifo de la cocina escenificaron en ese amanecer, el teatro del horror.
El cuerpo de R.C. empapado en sangre dentro de una casa de la zona sur de Comodoro Rivadavia se convirtió así en uno de los últimos parricidios más sangrientos de los últimos tiempos.
La cabeza de aquel ex boxeador quedó apoyada contra la puerta en que J. destrozó la cerradura para abrir. Es que estaba encerrado. El rostro de su padre lo dejó mancillado con 19 cortes en la boca. Todos de arriba hacia abajo por encima de los labios. El mensaje del asesino que intrigaría a los investigadores y especialistas buscando hasta el día de hoy una respuesta. ¿Qué fue lo que quiso hacer J. con esos reiterados cortes en la boca de su padre, al que parte de la familia acusaba de golpeador y alcohólico? Silenciarlo, quizás.
Según los especialistas, J.C. no pudo tener dominio de sus acciones en medio de la descompensación psicótica. Un informe de Policía Criminalística, sostiene que pudo haber impedido el giro longitudinal del cuerpo asestándole todas las heridas de frente. "Pudo haberse puesto sobre las piernas porque no hay heridas en los miembros inferiores", plantearon los peritos. "En algún momento la víctima puso las manos, para defenderse" y por ello las lesiones que tenía en las palmas y dedos. Creen que pudo haber neutralizado a su padre con un golpe y con la primera estocada logró inmovilizarlo.
Su padre esa noche estaba completamente borracho, ya que según comprobó tenía 2,38 gramos de alcohol en sangre. Las cajas de vino encontradas en el lugar eran la prueba de la ingesta desmedida. J. y R. compartieron bebidas en la madrugada. Fue hasta el desenlace del parricidio.
La escena la completaban un gran desorden, un charco de sangre y pastillas tiradas en el suelo. Sobre la mesa de la computadora, un blíster con comprimidos de Levomepro Mazina, otro con Quetiapina, y un tercero con Clonazepan. Mensajes en paredes salpicadas de sangre: "El ciro solo es cristal", escrito con aerosol junto a grafitis dibujados con un esmalte sintético verde.
Las alucinaciones auditivas y sensoriales terminaron siendo para J.C. el epílogo de un problema que al parecer cuesta prevenir en la actualidad, el brote psicótico, que torna a la persona peligrosa para sí como para terceros si no tiene un control y un acompañamiento terapéutico interdisciplinario y en el que también su entorno colabore.
J.C. asustado contó esa mañana a los suyos que unos hombres dispararon cerca de la ventana y mataron a su padre, para luego escapar en un vehículo. Pero la versión rápidamente perdió crédito cuando se comprobó que a su padre le dieron muerte las puñaladas recibidas y no alguna bala de plomo.
Cuando su hermano le volvió a consultar sobre si había sido el autor de semejante barbaridad, con sus rodillas inquietas y la sonrisa inmotivada que lo caracterizaba, lo negó.
Con una campera deportiva y zapatillas manchadas de sangre, J.C. posó para los policías que lo quisieron fotografiar. Ingresaba así en la historia policial comodorense. Durante más de 20 días de internación se mostró somnoliento en el Servicio de Salud Mental del Hospital Regional.
CHAMANES Y ALUCINACIONES
J.C. desde los 15 años que le diagnosticaron esquizofrenia. Su familia en la provincia del norte de donde es oriundo lo había llevado a curanderos y chamanes antes de empezar con el tratamiento médico. Pero los delirios y las persecuciones de que a su familia la querían dañar, lo atormentaban desde su adolescencia.
En el norte no tomó ningún tipo de medicación y sufrió varias descompensaciones. Recién en 2013 cuando llegó a Comodoro Rivadavia comenzó a tratarse con un psiquiatra.
Primero lo llevó su madre a las consultas. Hijo de padres separados, llegó al sur con la necesidad de abandonar las malas compañías en el norte y su padre, un eximio boxeador y entrenador en retirada, lo albergó en la casa que alquilaban por tres mil pesos junto a su otro hijo.
La noche del aberrante crimen su hermano los dejó encerrados a ambos, con el mensaje claro, que R.C no deje salir a J.C. Se sabía que cuando J.C. no tomaba la medicación se ponía muy agresivo. Padecía ruptura de la realidad de modo temporal y abrupta, y sumado a la ingesta de alcohol, todo fue un coctel explosivo.
Según se pudo saber de algunos estudios que le realizaron, sufría alteraciones en la senso-percepción, alucinaciones visuales, delirios de tipo persecutorios y nunca había sido internado antes de la descompensación que lo llevó a matar.
El joven comenzó con conductas raras según sus familiares, y del aislamiento pensaba que su familia estaba en peligro, que otros querían dañarla.
La esquizofrenia, detallaron los especialistas que lo analizaron, es una patología psiquiátrica con carácter de irreversibilidad, aunque con abordaje se puede lograr una adaptación social con tratamiento farmacológicos y psicológicos. Los profesionales dejaron en claro a lo largo de la instrucción de la causa, que estos tratamientos tienen que tener continuidad en el tiempo y supervisión.
A J.C. esta patología, según los investigadores, no le permitió comprender el día del parricidio los actos del procedimiento judicial. Es que en esa descompensación que sufrió no tenía capacidad de control de los impulsos, ni capacidad para comprender la criminalidad de sus acciones.
Según se conoció sobre el juicio de insania, la fiscal Camila Banfi junto al defensor oficial Ricardo Amado primero probaron ante el juez Alejandro Soñis, que J.C. cometió un homicidio agravado por el vínculo. Y la fiscalía solicitó que se aplique el artículo 34 inciso 1 del Código Penal por entender que el joven es inimputable y ofreció para ello el testimonio del psiquiatra de cabecera y psiquiatras que lo atendieron en el Hospital Regional.
Es que según los análisis, el paciente no comprendía la criminalidad del acto que cometió, por lo que Banfi solicitó una medida de seguridad por su tratamiento médico, una protección para él y para su entorno.
Para la Fiscalía, la declaración de inimputabilidad estuvo íntimamente ligada a su tratamiento, médico, riguroso y estricto, riesgo de nuevos episodios y por padecer de una enfermedad crónica.
El juez Alejandro Soñis en su fallo expresó que la enfermedad preexistente de esquizofrenia junto a la alta ingesta de alcohol desencadenó en el acusado un brote psicótico. Referenció la nula intervención por parte del Juzgado de Familia en el caso y dejó sin efecto la custodia policial que la defensa había requerido.
J.C. después de haber sido internado en el Servicio de Salud Mental del Hospital Regional fue llevado a su provincia de origen nuevamente bajo resolución judicial y traslado médico. Allí con su madre, que es enfermera de Salud Mental, se espera que pueda asistirlo adecuadamente frente a los desafíos y falencias del sistema de salud mental que hay en la Argentina.
En la actualidad, este tipo de casos presentan un llamado de atención al servicio de salud mental. Porque dejan abierta la puerta para analizar si existe o no el debido seguimiento de los pacientes, frente a la medicación o la necesaria concientización del entorno que lo rodea.
Uno de los desafíos más inmediatos a nivel local según entienden los profesionales de la salud mental, es la activación de redes de trabajo interdisciplinario con todas las áreas necesarias de la comunidad. Con el fin de que los pacientes logren ser incluidos nuevamente en la sociedad sin tener que lamentar antes que uno de ellos se convierta en un asesino o en un peligro inminente para terceros.