Nos dejó un gran tipo

La noticia impacta en los trabajadores de El Patagónico como un mazazo al alma. Este domingo falleció Miguel Ángel Morales. Tenía 60 años y durante una década y media se desempeñó en el departamento de Corrección de este diario. No hubo quien no lo quisiera en todos los sitios por los que pasó.

Nació en Kilómetro 8 en junio de 1960 y vivió siempre en ese sector de Comodoro Rivadavia, donde se crió con sus dos hermanos y dos hermanas, alrededor de doña Rosario que los orientó para lo que vendría. También estuvo cerca de su primera escuela y de su primer trabajo, en Guilford.

Desde entonces, mucho anduvo. Dejó la fábrica en su momento y estuvo 16 años en el diario El Patagónico, a la par que se desempeñaba como auxiliar docente en la Escuela 146.

Lo más importante de todo es que no hubo quien no lo quisiera en todos los sitios por los que pasó. Era por su bonhomía, su sonrisa, su trato. Una persona amable y dispuesta a ayudar siempre en lo que fuera, desde la explicación de un ejercicio matemático de los que en los años ‘80 proponía Mario Niñoles en el Perito Moreno; o un asiento contable de Luis Taquías, hasta pelar decenas de papas para el almuerzo de los escolares; o construir una base y levantar paredes para un amigo que iniciaba una nueva etapa de su vida.

Era uno de esos necesarios que nunca esperaba nada a cambio de lo que él daba y se ofendía si se le insistía. “Convidame una cerveza”, era una de sus frases para salir del momento.

Miguel era un hombre que rebosaba energía y que la canalizaba en su comunión con la naturaleza. La pesca; los asados en Rocas Coloradas aunque lloviera; sus largas estancias de verano en Lago Puelo, que en los últimos años lo había adoptado como uno propio. A ese hombre-niño que era feliz con solo darles de comer a las gallinas.

Resistía cualquier broma porque estaba en su ser, como cuando lo sorprendían cambiándose de ropa en el auto o en algún rincón del trabajo porque venía con el tiempo justo tras haber jugado –quizás- cuatro o más horas de pádel, otra de sus pasiones que también compartía con su compañera Vilma.

“Acá me ven: 50 años, 102 kilos; ayer jugué dos partidos; tuve un asado; me acosté a las cuatro de la mañana y corro más que ustedes”, solía alardear hace una década ante sus compañeros del sábado mientras aplicaba un revés o llegaba hasta la red para ensayar un globo. Y después, mientras los otros nos desparramábamos en las sillas, corría por la escalera para traer la inevitable bebida que sellaba la jornada a modo de tercer tiempo. El resto volvía al trabajo y si él tenía el último turno en el diario seguramente iría a jugar otro partido a la cancha de Petroquímica.

Quizás fue por eso; por este derrotero, que cuesta comprender ciertas cosas de estos tiempos. Y ni hablar de aceptarlo. Eso no es para los que conocimos a “Miguelote”.

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