Por Ricardo Ragendorfer
Durante el frío invierno de 1985, Federico Pippo era el villano del momento, a pesar de que su esposa, Aurelia Briant, más conocida como “Oriel”, había sido asesinada un año antes. Ese crimen aún desvelaba a la opinión pública.
Recién a los 13 meses, ese sujeto fue arrestado por primera vez, aunque tuvo la dicha de salir en libertad dos semanas más tarde. Pero, ya a mediados de septiembre, sus dos hermanos, Alberto y Esteban, junto a la madre del trío, doña Angélica Romano de Pippo, terminaron súbitamente tras las rejas en razón a los dichos del sobrino de ésta, Néstor Romano, quien permanecía alojado en la Brigada de Banfield. Todo indicaba que el regreso del viudo a una celda se produciría de un instante a otro.
En tales circunstancias, la estrella de “Nuevediario”, José de Zer, logró entrevistarlo “en exclusiva”.
La cámara –en manos del genial Carlos Torres (a) “Chango”– se había clavado en un inamovible primer plano. “Me siento totalmente perseguido. Quieren encontrar a un culpable, sí o sí, dentro de mi familia”, fue una de las respuestas de Pippo.
Había que ver la mirada gélida del tipo y oír su voz monocorde, sin un ápice de nerviosismo o pesar. Su testimonio fue emitido durante la tarde del 15 de septiembre. En ese mismo momento, él ya era llevado otra vez a la cárcel.
“Nuevediario” trepaba así a los 45 puntos de rating.
MATRIMONIO Y ALGO MÁS
En este punto es necesario retroceder al 13 de julio de 1984. A la mañana,
De Zer leía el diario Clarín en un bar del Pasaje Gelly, pegado a los estudios de Canal 9. Por aquel entonces, la atención del espíritu público oscilaba entre las audiencias del Juicio a las Juntas y los sinsabores del Plan Austral, impulsado por el gobierno del Raúl Alfonsín.
Las noticias de ese viernes se focalizaban en la inminencia de un reajuste salarial y en una protesta oficial ante Chile por la reanudación de sus relaciones comerciales con las islas Malvinas. Lo cierto es que José estaba obsesionado con el caso de una mujer cuyo paradero, hacía ya cuatro días, era un misterio que aún no se había filtrado a la prensa. De modo que en tales páginas no había ninguna mención al respecto.
Entonces apartó el diario con alivio. Porque su anhelo era ser el heraldo de aquella primicia. Una trama que –según pensaba– garantizaría la atención de los televidentes. Olfato puro. Pero se enfrentaba a un inconveniente: el director del noticiero, Horacio Larrosa, prefería atarearlo con notas de “interés general”.
El signo inicial de esta historia tuvo un tinte dramático. Fue al clarear el 9 de julio, después de una noche lluviosa, cuando el silencio que imperaba en la localidad de City Bell lo quebró el llanto de un niño, quien desde la cochera de una casa ubicada en la calle 7, entre 10 y 11 (de acuerdo a la antigua numeración de las calles de la zona), clamaba por su madre.
Era el pequeño Christopher, de solo tres años, el menor de los cuatro hijos que Oriel había tenido con Pippo. Entonces, su abuela –y dueña del inmueble– no tardó en despertar para descubrir que, en efecto, esa mujer no estaba allí. Unas horas después, la policía determinó que ella se había “ausentado” –tal fue la palabra asentada en el acta correspondiente– al filo de la medianoche, a pesar de que el pibe decía que “un señor” lo había arrancado de sus brazos para llevársela.
Oriel, una bella profesora de inglés que frisaba los 37 años, supo buscar refugio allí con Christopher debido a que, pocos días antes, el marido la había corrido con un cuchillo por el living del domicilio conyugal. Pero ese detalle no inquietó a los uniformados intervinientes ni a la dupla formada por el fiscal Bruno Casteller y el juez de Instrucción Julio Desiderio Burlando (progenitor del ahora célebre Fernando). Tampoco les llamó mayormente la atención que ella se “ausentara” vestida solamente con un camisón y medias de lana celeste que pasaban por sobre sus rodillas.
Dos días más tarde, el extraño episodio le llegó a De Zer por boca de un vecino que lo llamó por teléfono a las oficinas de “Nuevediario”. Oriel seguía sin aparecer. Aquello, el periodista lo confirmó con una fuente que tenía en La Bonaerense, un sargento gordo y dicharachero, apodado “Gonzalito”.
Así supo, con datos precisos, el contexto del asunto.
Federico y Oriel se habían conocido la Universidad de La Plata, cuando él cursaba Letras y ella el profesorado. En 1972 contrajeron enlace y, además de Christopher, procrearon otros tres hijos mayores (Martina, Tomás y Julián). Habitaban un coqueto chalet sobre la calle Cantilo, casi en la esquina con 21, de City Bell.
La pareja se dedicaba a la docencia. Ella en institutos privados, y él impartía clases de Lengua, Literatura e Historia Antigua en un colegio de la Capital Federal y en dos de La Plata; además poseía una cátedra en la Escuela de Policía Bonaerense “Juan Vucetich”. Y ostentaba grado de oficial inspector en el escalafón profesional de esa fuerza. Así atravesaron la dictadura en una situación de privilegio. La vida les sonreía. Pero no para siempre.
Es que, en los últimos años, el vínculo entre Oriel y Federico comenzó a malograrse. Lo prueba el amorío que él, en 1982, tuvo con Carlos Davis, un alumno suyo al cual en una clase comparó con los efebos de Atenas durante la era de Pericles. Ambos incluso habían compartido un idílico viaje de 20 días a Egipto.
De hecho, ya a comienzos de 1984, el matrimonio decidió separarse, a pesar de seguir viviendo en el chalet de la calle Cantilo. Bajo aquel techo, pero ocupando dormitorios diferentes, comenzaron a tramitar la división de bienes (aún no existía el divorcio vincular).
Las amenazas y golpizas que ese hombre le prodigaba a su esposa ya eran moneda corriente. En medio de tan vidriosas circunstancias (nunca mejor dicho ese adjetivo) ella inició una relación con el vidriero Alberto José Mensi. El episodio del cuchillo, ocurrido el 6 de julio de 1984, fue el último eslabón de aquella forzada convivencia.
Exactamente una semana más tarde, De Zer continuaba cavilando en el barcito del Pasaje Gelly sobre aquella suma de hechos y circunstancias, cuando vio emerger a Larrosa por el portón del canal.
Al tipo se lo veía muy agitado y, al llegar a su mesa, dijo:
–¡Apareció la mina que vos decías!
Entonces extendió hacia él un cable de agencia.
Allí simplemente decía: “El cuerpo de la mujer fue hallado esta mañana en una arboleda al costado de la ruta 2, Km 75 de Etcheverry, sin más prendas que unas medias de lana celeste. Exhibía 23 puñaladas, la mayoría en la zona genital y dos balazos, uno en el glúteo derecho y el otro en la cara”.
ESCENA PARA UN CRIMEN
Ese mismo viernes, la truculenta muerte de Oriel Briant se convirtió en el gran “crimen pasional” (aún no se hablaba de “femicidio”) de la era alfonsinista.
Claro que el pobre De Zer maldijo por lo bajo: la morosidad de Larrosa le había fagocitado la primicia. Pero no su entusiasmo. Minutos después partió con Chango al sitio del hallazgo. En el trayecto consumió 15 de los 60 cigarrillos que fumaba a diario. Y no pronunció palabra alguna. Parecía poseído por un fuego interior.
Al llegar, no menor fue su sorpresa al advertir que la escena del crimen había pasado a ser una especie de romería, pisoteada por policías, funcionarios judiciales, peritos, cronistas y simples curiosos. También vio que el cuerpo de la víctima aún no había sido retirado.
Un oficial, con expresión de experto, se le acercó para observarlo. Pero, por la impresión, le vomitó encima.
De Zer no daba crédito a sus ojos. En definitiva, casi todas las pruebas recolectadas allí se destruyeron por la impericia del personal policial.
En tanto, el juez Burlando proclamaba a la prensa:
–No descarto ninguna hipótesis.
Y De Zer le susurró al Chango al oído.
–Cuando un juez te dice esa frase es porque no tiene la más remota idea por dónde empezar la pesquisa.
Y se retiraron de allí.
Esa tarde, “Nuevediario” hizo 38 puntos de rating, superando a todas las emisoras rivales. Larrosa y el “Zar” Alejandro Romay estaban muy contentos.
Cabe resaltar que, entre las hipótesis que Burlando no descartaba, había una que le gustaba más que otras. De modo que se apuró en ordenar la captura del vidriero Mensi.
El novio de Oriel intentó entonces suicidarse. Hecho que envalentonó al juez, al punto de decir ante el micrófono de Canal 9: "El caso está prácticamente esclarecido".
Pero unas horas después tuvo que liberar a su sospechoso preferido ante la solidez de su coartada. Todo volvía a fojas cero; o sea, a la nada.
Así transcurrieron largos meses.
Ya se dijo que recién en agosto del año siguiente se fijó en Pippo. Pero también tuvo que soltarlo por falta de pruebas.
A esa altura, ya no se pavoneaba ante la prensa.
Hasta que en septiembre hubo un descubrimiento pericial que auguraba un giro del expediente: en las pruebas químicas que se les practicaron a las medias de Oriel se comprobó que contenían partículas de materia orgánica similares a la que suele haber en los lugares donde duermen caballos.
Ello condujo a la pesquisa hacia el stud que Néstor Romano regenteaba en la ciudad de Lobos. El sobrino de doña Angélica fue entonces detenido. Interrogado en la Brigada de Banfield, el tipo prendió el ventilador: “La noche que desapareció esa señora, los Pippo pasaron por el stud con ella”.
Davis, también arrestado, no fue menos lapidario: “Pippo me confió que estaba decidido a eliminar a Oriel. Estaba su separación de por medio. Y él no lo soportaba porque perdería la tenencia de los chicos. Y no era la primera vez que me hablaba del tema. Pero esa tarde me aseguró que ya le había pagado la mitad de una suma de dinero a cierta gente para que se encargara de ella”.
Así fue como los hermanos y la mamá del viudo terminaron en el penal de Olmos, antes de su propio arresto, sucedido mientras “Nuevediario” emitía la entrevista que De Zer le hiciera.
¿Acaso esta historia había concluido?
Por lo pronto, ya liberado de su peso, el legendario cronista se lanzó con ahínco a la cacería televisada de ovnis en el cerro Uritorco.
Sin embargo, el caso daría una voltereta impensada.
Fue cuando tanto Romano como Davis se desdijeron de sus respectivos testimonios. Y en paralelo, los abogados defensores impugnaban con éxito las pericias sobre las medias de la difunta.
De modo que el “Clan Pippo” –como los llamaba la prensa– recuperó la libertad tras 370 días de encierro.
HISTORIA CON FINAL ABIERTO
En 1988, todos los Pippo quedaron definitivamente sobreseídos en razón a la incompetencia de sus instructores.
El juez Burlando murió en 1989 a raíz por un paro cardíaco.
Doña Angélica murió doña Angélica por un ataque de presión, ese mismo año.
Alberto Mensi murió súbitamente en 1992.
José de Zer murió a raíz de múltiples dolencias en 1997.
Néstor Romano murió en 2006 tras una larga y penosa enfermedad.
Federico Pippo, quien pasó sus últimos años convertido en un ermitaño, exhaló su último suspiro en 2009.
Tal es el epílogo de un crimen que terminó impune.