A veces los comienzos son tan silenciosos que cuesta ubicarlos en el tiempo. Para Gastón Miguel, todo empezó mucho antes de pensar la música como profesión o proyecto: empezó en los viajes en auto, una escena repetida en su infancia. Él mismo lo cuenta así en entrevista con El Patagónico: “Mis papás ponían mucha música… y me contaron que desde los cuatro años yo ya arrancaba a cantar las canciones que sonaban en el auto”. Ese gesto simple funcionó como primera escuela. Aprender canciones antes de aprender métodos. Repetir melodías antes de entender acordes.
El siguiente paso llegó a los nueve años, cuando la imagen de su primo tocando la guitarra abrió un territorio nuevo. “Mis papás vieron la curiosidad que tenía y me anotaron a clases”, recuerda. Lo que siguió no fue un proceso académico convencional: estudió dos o tres años, dejó, volvió solo. Esa discontinuidad no fue una barrera: fue la evidencia de que su vínculo con la música no dependía de la disciplina, sino de la curiosidad.
A esa edad ya había algo claro: Gastón era un niño que necesitaba tocar. Si no era la guitarra, era cualquier otro instrumento. “Me gustaba aprender, sacar los temas que me gustaban y poder tocarlos”. Ese deseo de “sacar” canciones —primero de oído, luego con práctica— fue una de sus primeras formas de construcción musical. Más tarde llegó la fascinación técnica: “Cada instrumento es un mundo… el piano, la guitarra, la batería. Todo termina aportando a tu musicalidad”.
Ese descubrimiento multiplicado encontró finalmente un espacio propio: los CAJ (Centros de Actividades Juveniles). Allí, rodeado de chicos que tocaban distintos instrumentos, la exploración se volvió ritmo diario. “Ahí estaba todo el mundo tocando instrumentos. Fui agarrando de a poco el bajo, después la batería, después un chico llevó un teclado y arranqué también ahí”. No había jerarquías ni roles rígidos: había disponibilidad, interés y un ecosistema donde probar no daba vergüenza.
En esa misma época, y casi como un complemento perfecto, recibió la netbook de Conectar Igualdad. Esa computadora, lejos de ser un accesorio escolar más, le abrió un universo inesperado: la producción musical. “Me descargué el FL Studio y empecé a hacer sonidos… lo que venga. Hacía maquetas”. Armaba instrumentales simples, maquetas sin pretensión. Allí nacieron las primeras estructuras que, años más tarde, formarían parte de su identidad creativa: el hábito de experimentar, de no esperar permiso y de dejar que el error y la curiosidad hagan su trabajo.
Entre la escuela, la casa y los ensayos, también aparecieron las primeras bandas. Muchas sin nombre, otras que no pasaron de un par de encuentros, todas necesarias. Fue allí donde empezó a entender qué significaba tocar con otros, sentirse parte de algo, construir desde la energía colectiva. Poco después llegaría Polifonía, donde tocaría bajo, guitarra, batería y cantaría.
En cuanto al vivo, la primera experiencia fue en la Plaza España: un escenario improvisado, 20 minutos de repertorio, la adrenalina como motor. “Hicimos todos los temas rápidos, por los nervios”. Pero el detalle que marca el momento es otro: “Hasta los sonidistas nos dijeron: muy bueno, chicos”. A veces lo que sostiene un camino es una frase mínima. Una señal. Una confirmación de que lo que uno hace no se queda encerrado en una habitación.
El otro capítulo determinante de sus comienzos es la grabación casera. Antes de conocer los formatos o las plataformas, grababa con lo que tenía: “Grababa con el celular. Las voces, las guitarras, hasta el bajo. Después todo lo metía en la compu”. No había micrófonos, ni interfaces, ni cables profesionales: había ganas. Había improvisación. Había necesidad de registrar algo que ya empezaba a tomar forma.
Ese proceso desemboca en la publicación de su primera canción en YouTube. Y aparece el otro lado de la música: la exposición. “Me daba mucha vergüenza porque de la nada todo el mundo se enteró que hacía música”. Esa frase contiene un punto de quiebre: a partir de ese momento, su música deja de ser un secreto íntimo y empieza a existir para otros. Es el paso de la habitación al afuera. Y es, también, el principio real de su camino artístico.
EL OFICIO QUE SE AFINA
Después de ese primer salto al mundo público, cuando subir una canción a YouTube significó enfrentarse a la mirada ajena y admitir que hacía música “en serio”, comenzó una etapa diferente en el camino de Gastón Miguel. No fue repentina ni espectacular; no hubo un clic dramático. Fue un proceso lento, íntimo y silencioso: el momento en que el hacer por curiosidad empezó a convivir con la necesidad de hacerlo mejor.
A partir de ese momento la música deja de ser un secreto doméstico y empieza a convertirse en conducta diaria. Gastón pasa horas componiendo, no para cumplir con nadie, sino porque la acumulación de ideas ya es demasiado grande para contenerla. Lo dice con una mezcla de timidez y naturalidad: “Tengo lleno de 200, 300 instrumentales de todos los géneros”. Esa cifra, lejos de la presunción, habla de una etapa crucial: la música se volvió un hábito, no un esfuerzo. Cada instrumental es un experimento; cada experimento, un posible camino. Y la mayoría no ve la luz, porque todavía está aprendiendo a discernir cuáles emociones merecen transformarse en letra y cuáles deben quedarse en el mundo instrumental que las vio nacer.
En paralelo, su mirada sobre la composición se vuelve más clara. No separa teoría de intuición: las dos se cruzan sin que él las fuerce. Cuando escribe, no escribe buscando poesía abstracta; escribe con la guitarra en la mano, con acordes que ya sugieren un clima. “Cada vez que escribo una letra sale con acordes de por sí. No me sale escribir simplemente poesía”. Así se forma un compositor que no parte del concepto, sino del pulso emocional del sonido. Primero siente; después encuentra las palabras.
Mientras su universo musical crece puertas adentro, también se expande hacia afuera. Las bandas sin nombre sirven como entrenamiento, pero Polifonía aparece como su primera experiencia seria en un proyecto colectivo con continuidad. Allí toca bajo, guitarra y canta. Y en ese tránsito —moverse de instrumento a instrumento sin perder seguridad— descubre que su forma de estar en la música nunca será rígida. No será “guitarrista”, ni “bajista”, ni “tecladista”: será un músico capaz de encender cualquier herramienta que le permita expresar lo que está intentando decir.
Esa versatilidad, sin embargo, también le exige una sensibilidad particular: entender qué rol ocupa según la situación. Cuando acompaña a otros artistas —como cuando trabajó con Polifonía o cuando tocó con Maxi Pérez— asume la responsabilidad de no fallar, de ser sostén. “Tocando para gente me exijo mucho más… intento ser más correcto, no ser tan improvisado”. Pero cuando el proyecto es suyo, la relación cambia: “Cuando toco yo, me suelto completamente, mucho menos nervios. Me juzgo menos”. Esa diferencia entre ser soporte y ser protagonista empieza a ordenar un modo de trabajo y un modo de estar en la escena.
Aunque su identidad como productor todavía está en germen en estos años, ya se percibe la semilla de lo que vendrá: la capacidad de crear desde cero. La netbook del gobierno, que en los comienzos fue herramienta de juego, se vuelve un estudio ampliado. No un estudio profesional, pero sí un espacio donde aprende, casi sin proponérselo, lógica sonora, mezcla precaria, estructura, volumen, capas instrumentales. Cada canción que sube, cada maqueta que escucha nuevamente, cada error que detecta alimenta esa transición: de la curiosidad al oficio.
A medida que avanza en este proceso, también se vuelve consciente del valor emocional de lo que compone. Aunque no lo diga explícitamente, su música empieza a funcionar como una forma de procesar lo que vive. Sus primeras letras —incluso las que años después considerará “simples”— ya contienen un tipo de sensibilidad que no renuncia a la vulnerabilidad. Hablan de confusión, de preguntas abiertas, de intentos de comprensión. Y esa honestidad, incluso antes de poder nombrarla, lo diferencia.
Los primeros oyentes —amigos, familia, músicos cercanos— cumplen un papel decisivo. Cada devolución lo obliga a reconocer que lo que hace produce algo en otros. Tal vez por eso su relación con la exposición es tan compleja: la vergüenza inicial no desaparece del todo, pero convive con la necesidad de seguir creando. Esa mezcla de pudor e impulso es el combustible de su primera etapa de crecimiento.
Mientras tanto, Comodoro Rivadavia le ofrece un ecosistema que, sin ser masivo, es fértil: una escena en formación, músicos que se conocen entre sí, espacios donde tocar, lugares donde mostrarse. Gastón no es ajeno a esa trama. Las primeras fechas con Polifonía, los ensayos, los intercambios con otros jóvenes artistas, todo va moldeando su identidad. No es sólo un músico que está aprendiendo: es un músico que está encontrando su lugar.
Y aunque todavía falta mucho para que piense en conceptos profundos, en portadas, en álbumes completos o en estructuras narrativas, hay algo que ya está claro en estos años: la música es su lenguaje. No lo explica: lo vive. Nunca lo dice con grandilocuencia; lo dice con hechos. Con pruebas. Con horas. Con errores. Con un celular que sirve como micrófono. Con una compu que sirve como estudio. Con un grupo de amigos que sirve como público. Con una ciudad que funciona como aula.
En esta segunda etapa, todavía formativa pero ya más consciente, Gastón empieza a consolidar algo más difícil que el virtuosismo técnico: una sensibilidad que escucha, que observa, que recupera melodías, que se permite fallar, que devuelve en música lo que no sabe decir de otro modo. Esa es la base verdadera de todo lo que vendrá después.
Y está construida con materiales muy simples: curiosidad, atención, vulnerabilidad y trabajo.
LA MADUREZ CREATIVA DE “DESFRAGMENTACION EMOCIONAL”
Hay un momento en la vida de ciertos artistas en el que lo aprendido, lo vivido y lo silenciado se juntan sin pedir permiso. Para Gastón Miguel, ese momento se convirtió en un disco: Desfragmentación Emocional. No nació como un título ingenioso ni como una frase de impacto. Nació como una explicación íntima de algo que venía sosteniendo hacía años: la sensación de estar dividido, de tener pedazos sueltos adentro que no terminaban de dialogar entre sí.
La metáfora le vino desde otro mundo que también lo formó: la informática. “La desfragmentación es el proceso de unir fragmentos de un archivo que están dispersos en el disco duro”, explica. Y agrega: “La mente funciona igual. Cuando las emociones no se dan tiempo de procesarse, te sentís roto. Esto es el proceso de unirlas, de reconocerlas”.
El disco es eso: un intento honesto de organizar un caos interno.
Y esta vez, a diferencia de sus primeros trabajos, Gastón sabía exactamente lo que quería construir. No buscaba un conjunto de canciones sueltas: quería una obra. Quería que los temas se conectaran entre sí, que contaran un recorrido emocional, que la estructura dijera algo más que la suma de sus partes. Por eso eligió 13 canciones. No fue una cifra arbitraria, pero tampoco una imposición conceptual rígida: fue la cantidad justa para un ciclo de sentimientos que empezaba, crecía, se quebraba y volvía a armarse.
El orden también fue un acto narrativo. Quiso que el comienzo fuera más triste, más crudo, casi como el reflejo de un estado mental atrapado. “El álbum empieza triste… se notan las ganas de querer salir de esa tristeza”. En la mitad aparece lo inesperado: el amor. Canciones dulces, luminosas, un respiro que no está puesto ahí para decorar, sino para contar que incluso en las etapas más duras hay irrupciones que abren ventanas. Y hacia el final, la luz se apaga de nuevo. No por desesperanza, sino porque la historia emocional —como la vida— rara vez se cierra limpiamente. “Termina triste, pero con esperanza”.
Eso es Desfragmentación Emocional: un álbum que reconoce que sanar no significa evitar la tristeza, sino ordenarla.
A diferencia de sus primeros lanzamientos, este disco fue pensado para ser tocado. Gastón quería que las canciones pudieran existir con guitarra acústica, banda o formato reducido. Quería salir a mostrarlas, habitarlas en vivo, ver qué pasaba cuando la emoción del estudio se convertía en respiración compartida.
Por eso eligió instrumentales más orgánicas, con estructuras que se adaptaran al directo. No renunció a su costumbre de producir él mismo todo —grabación, mezcla, master, arreglos—, pero esta vez ese proceso venía cargado de oficio: años de prueba con FL Studio, años de grabar con celulares y aprender a transformar limitaciones en estilo.
El resultado es un álbum donde cada instrumento está pensado no sólo para funcionar en la mezcla, sino para decir algo emocional. Es un disco donde se escucha a un músico que ya sabe quién es y qué quiere contar.
Durante el proceso, hubo momentos de impacto íntimo: escuchar una letra propia y sentir que dolía. “Grabando y mezclando, escuchaba algunas letras y decía: no puede ser lo que estoy diciendo”. Hay un tema que no puede escuchar sin que vuelva una angustia antigua: “Veo lo solo que estaba… como un grito de ayuda”.
Esa sinceridad, lejos de romantizar el sufrimiento, revela el motor emocional que sostuvo la obra.
Y aunque hubo canciones que quedaron afuera —como Calles Vacías, a la que considera especial desde sus primeros años—, la selección fue sorprendentemente clara. “Es uno de los proyectos donde menos temas descarté… lo sentí sólido”.
Esa solidez habla de un crecimiento artístico: ya no crea para ver qué sale; crea para contar.
El lanzamiento de Desfragmentación Emocional encontró su primer gran prueba cuando se presentó en vivo en el festival Sudestada Under producido por JCR y Fiorenza. Fue la primera vez que se subió al escenario llevando un proyecto personal de principio a fin. “Estoy muy feliz… mis amigos cantaban los temas”. Y esa frase sencilla marca un punto de llegada: el chico que se escondía después de subir una canción a YouTube ahora canta lo que escribió cuando estaba en sus momentos más oscuros —y otros lo cantan con él. Esa es la confirmación emocional de un disco como éste: no se hizo para sonar perfecto. Se hizo para que alguien lo escuchara y sintiera algo.
LA CONSOLIDACION COMO PRODUCTOR
Mientras construía su propio disco, Gastón también estaba construyendo el trabajo de otros artistas. La producción dejó de ser un oficio accidental para convertirse en una identidad profesional.
Con JCR trabajó en dos discos que marcaron un vínculo artístico profundo: Sentimental (2022) y Metanoia (2025). No fueron encargos: fueron proyectos que se desarrollaron como conversación. “Desde 2022 venimos trabajando… nos pasábamos propuestas, letras, instrumentales”. El resultado fue un sonido compartido, un lenguaje en el que ambos artistas encontraron un punto de encuentro emocional. Incluso filmaron juntos un videoclip lanzado el viernes 5 de diciembre, evidencia de una relación creativa que crece y se complejiza.
Con Fiorenza —su disco Verano (2025)— el proceso fue similar: grabado, producido y armado en el mismo espacio íntimo donde Gastón crea su obra personal. Lo describe con naturalidad: “También lo producimos acá, de la misma forma”. Pero la naturalidad es engañosa: detrás hay horas de escucha, de acompañamiento estético, de conocimiento mutuo. Es un trabajo que exige desaparecer detrás de la voz del otro, entender qué quiere contar, abrir espacio sin invadirlo.
Pero en ese camino, hay una historia que completa el rompecabezas de su evolución: Clericó.
En 2022 formó una banda a distancia con un músico de Buenos Aires, Ezequiel Acuña. Juntos lanzaron Futuro, un EP construido de manera artesanal y colaborativa: él recibía bases con piano, guitarra, batería y voz, y sobre ellas grababa bajos, sintes, percusiones e incluso coros. Fue una etapa breve pero decisiva.
Esa colaboración dejó huellas profundas. Eze Again terminó siendo un aliado artístico fundamental: compuso Se Siente, La Otra Noche (incluida en el disco Gaz!) y recientemente Tu Fantasma, tema que también forma parte de Desfragmentación Emocional.
La historia de ambos es más que un trabajo puntual: es una afinidad creativa que acompaña el crecimiento de Gastón y redefine su sensibilidad como productor.
LO QUE VIENE
Aunque el disco acaba de salir, Gastón ya tiene instrumentales nuevas, ideas más electrónicas, piezas más sintéticas que considera una continuación espiritual de esta obra. Pero no corre: entiende que cada etapa tiene su tiempo. Por ahora quiere tocarlo, mostrarlo, ver qué pasa cuando el álbum vive afuera. No como un producto, sino como un proceso: la desfragmentación emocional.