¿Quién fue "Paco" Porrúa, el hombre que da nombre al CIP?

El Centro de Información Pública lleva desde el jueves último el nombre de Francisco "Paco" Porrúa, quien entre los 2 y los 8 años vivió entre el mar y el cerro Chenque.

“(…) un consejo que era más bien del abuelo escaldado que de padre sabio y que el niño no habría olvidado jamás aunque hubiera vivido tanto como él porque se lo enseñó mientras lo preparaba para disparar por primera vez a los seis años de edad un cañón de retroceso a cuyos estampidos de catástrofe atribuimos la pavorosa tormenta seca de relámpagos y truenos volcánicos y el tremendo viento polar de Comodoro Rivadavia que volteó al revés las entrañas del mar y se llevó volando un circo de animales (…)”

El fragmento corresponde a la página 197 de “El otoño del patriarca”, cuya primera edición se publicó en 1975. Según palabras de Gabriel García Márquez es la novela en la que más trabajo y esfuerzo invirtió. Comenzó a escribirla en 1968, época en que vivía en Barcelona. Le llevó siete años terminarla.

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Es probable que Gabo haya escuchado sobre la violencia de nuestro viento en alguna charla con Francisco “Paco” Porrúa, el legendario editor argentino-español que entre 1924 y 1930 hizo del cerro Chenque escenario de sus juegos de infancia. Él fue quien en 1967 apostó por un escritor todavía ignoto al publicar para Editorial Sudamericana la primera edición de “Cien años de soledad”.

Desde el último jueves, el Centro de Información Pública (CIP) lleva el nombre de Francisco “Paco” Porrúa, alguien que también fue parte del boom latinoamericano de literatura de los años ‘60.

EL EDITOR TRADUCTOR

Porrúa murió el 18 de diciembre de 2014 en Barcelona y se podría afirmar, sin titubeos, que es uno de los mejores editores que la literatura en lengua española tuvo en el siglo pasado, según afirmaba el suplemento literario Radar en junio de 2009.

Allí también se preguntaban si “¿no nos quedamos cortos? ¿Sería exagerado, acaso, decir que el editor de novelas fundamentales como Cien años de soledad y Rayuela, creador de la mítica editorial Minotauro –en donde obras maestras de la ciencia ficción de autores como J. G. Ballard, William Gibson, Ray Bradbury, Angela Carter, entre tantos otros, vieron la luz por primera vez en castellano– es en realidad el mejor de todos? ¿No lo justifica el hecho de que durante algo más de una década (desde 1958 hasta 1970) haya estado al frente de editorial Sudamericana y haya publicado, además de novelas de García Márquez, Cortázar, Puig, Saer y Lawrence Durrell, poesía de Pizarnik, Alberto Girri y Arturo Carrera? Y que haya sido el primero en traducir al español la trilogía de El señor de los anillos, ¿no es mérito suficiente? ¿Y que haya sido uno de los padres editoriales del boom latinoamericano? ¿Y que haya rescatado del olvido Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal? ¿Y etcétera, etcétera, etcétera?”-

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Pero a Paco Porrúa no le gustaba que le dijeran estas cosas, por supuesto. Y por humildad (no por falsa modestia) relativizaba méritos y se reía cuando se lo ponderaba como “editor legendario”. El prefería definirse simplemente como “sensato”. “La función del editor es editar un buen libro. Yo publico algo y espero que sea bueno. Y ahí se acabó el asunto”, decía.

“En este sentido, cuando publico algo mi único mérito es haberlo publicado. Nada más. El resto depende de los lectores, de los críticos, de la historia. El editor no tiene mucho más que hacer. Es un colaborador del autor, no el crítico ni el representante. Es un colaborador que da forma material a un texto. Cumple su tarea y desaparece, ¿o no? No es mucho más que eso”.

EL MINOTAURO EN SU LABERINTO

Pero el pequeño Francisco no soñaba con convertirse en editor en la ventosa infancia que pasó con su familia de emigrados españoles en Comodoro Rivadavia. Aunque, sin sospecharlo, ya enfilaba sus pasos por la veredita del destino cada vez que se extraviaba en la lectura de esas novelas de Julio Verne y de H. G. Wells que él sacaba de una biblioteca, puesto que su casa era una casa de pocos libros.

“Yo tenía un año y medio cuando llegué a la Patagonia, y de los dos años en adelante vivimos en Comodoro Rivadavia. Mi padre era agente marítimo, había sido marino mercante, se casó en España y trajo a mi madre a vivir a la Argentina. Entre los años 1924 y 1930, viví frente al mar, en la falda de un cerro, y ese recuerdo, el recuerdo de la inmensidad del desierto junto a la inmensidad del mar, es algo muy poderoso. Me lo pasaba todo el día en el cerro o en la playa, y quedó en mí un recuerdo muy hondo de la Patagonia. Hudson decía: ‘Uno está en medio del desierto patagónico y parece que todavía está en la prehistoria’. Todo eso influyó mucho en mí y fue lo que me convirtió en argentino”.

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